Capitulo 68 - Rayuela
Apenas él le amalaba el
noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes
ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las
incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de
cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban
apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de
ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin
embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba
los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios.
Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los
extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante
de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del
merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta
del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se
vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en
niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban
hasta el límite de las gunfias.
Julio Cortázar, Rayuela,
capítulo 68
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